domingo, 14 de septiembre de 2008

Los siete símbolos (Primera parte)

El símbolo puede decirle al hombre… de tu ojo soy la mirada.
Charles S. Peirce (1894)

1º. Domingo, 17:30 horas.

Ellos estaban sentados ante una mesa con vista al mar. El lugar era amplio, fresco, exquisitamente decorado; la vista magnífica desde cualquier punto del restaurante y a esa hora el bullicio de los comensales casi se había extinguido y sólo se escuchaban algunas risas, palabras sueltas de algún retazo de conversación, el rozar de la loza diligentemente recogida por las meseras o el llanto ocasional del somnoliento niño que a ratos exigía a sus padres le permitieran ir a la playa o cuando menos a la alberca.

Cuando al cabo de unos minutos después de las cinco y media de la tarde le ofrecieron a Orionis la cuenta, éste revisó con detalle los alimentos incluidos, las bebidas y el total. Anotó con letra clara el monto de la propina –riguroso 10%-, su nombre y apellido, el número de la habitación que les habían asignado cuando se registraron en el hotel hacía poco más de cuatro horas, recién que habían llegado procedentes del aeropuerto, la firmó y la dejó a su derecha, en un extremo de la mesa. En voz baja, ya que el Capitán estaba por llegar, le dijo a Betelgeuse que le parecía muy caro, aunque ambos coincidieron que tanto los alimentos y bebidas, como el lugar y el servicio eran excelentes y bien podían darse este pequeño lujo.

Aunque Betelgeuse insistió en subir al cuarto para asearse los dientes, Orionis la convenció de ir a los sanitarios de la planta baja y luego dar un paseo a la orilla del mar para aprovechar la luminosidad de la tarde que en poco más de una hora habría de ceder su paso a la noche estrellada anunciada por el meteorológico, aunque bastante oscura, ya que apenas era luna nueva.

Caminar sobre esa arena tibia y blanca, en algunos puntos húmeda y en otros más llena de pequeñas burbujas de agua de mar que iba y venía compasadamente, caminar sobre esa arena, comentaban ellos, era por demás agradable, reconfortante decía Orionis, relajante agregaba Betelgeuse… y ambos se esforzaban en encontrar adjetivos que les hicieran olvidar, aunque fuera sólo por ese momento, su cotidianeidad. A su paso, lejos de las zonas marginales y del subdesarrollo que sustenta esos espacios de privilegio, se cruzan con otras parejas, hombres que corren sudorosos, bulliciosos adolescentes, mujeres que muestran sus nalgas sin reserva, algunos niños con cara de fastidio que arrastran tras de sí una pequeña cubeta de plástico llena de arena y agua. En ocasiones cruzan cordiales saludos en inglés, francés, alemán, español… a veces basta un ligero movimiento de cabeza… otras simplemente caminan sin mirarse.

Cuando Betelgeuse decidió que era hora de regresar al hotel, puesto que estaba oscuro y además ya se había cansado de caminar (y platicar dijo para sus adentros), Orionis estuvo de acuerdo y pensó que podría llegar a tiempo de ver el juego de beis, aunque no recordaba quienes eran los contendientes, ni los integrantes de los equipos, ni los lugares en la tabla de clasificación, ni siquiera el horario o el canal en el que lo iban a transmitir.

Orionis volteó al cielo y le recordó a Betelgeuse que ella era una estrella de clase M, a lo que le respondió que él era de clase B, según la clasificación de los espectros estelares. Él caliente, ella fría. Betelgeuse le dijo que él se llamaba Épsilon o Alnitam y Orionis le recordó que en realidad ella era Alfa Orionis. Ambos rieron y comentaron la ocurrencia de sus respectivos padres, la monserga que sus nombres representaron durante toda su formación escolar, en los trabajos y trámites legales y la exquisita casualidad de que se hubieran encontrado uno al otro, tal y como están en la constelación de Orión: ella en el hombro derecho, él en el cinturón. Abrazados caminaron hacia el hotel.

Mientras caminaban por el empedrado hacia el interior de las instalaciones, con el mar a sus espaldas, el cielo se iluminó fugazmente, como si una gran bola de fuego cruzara de norte a sur, describiendo una parábola poco pronunciada que rasgó lo oscuro de la naciente noche y que no fue percibida por ellos, ni por otros. Sólo algunos en el meteorológico anotaron displicentes la presencia del “inexplicable fenómeno natural” que nadie apreció como lo que era: el primer símbolo.

Continuará...

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